Mucho se ha hablado en los últimos años sobre la cultura
organizativa como elemento diferenciador de las empresas que obtienen los mejores resultados.
En cualquier caso, lo primero que conviene precisar es a qué
nos referimos cuando hablamos de cultura. No hablamos de la simple declaración
de principios, a menudo grandilocuente y escasamente diferenciadora que suele
figurar en los manuales de identidad corporativa.
Desde mi perspectiva, la cultura organizacional se
manifiesta a través de los comportamientos de las personas que forman la
empresa, y recoge elementos tan cotidianos como la forma en la que se toman las
decisiones, las relaciones con los clientes y el mercado, la relación entre
colaboradores y estos con Dirección. La predisposición a asumir riesgos y
aceptar errores, la iniciativa e innovación
demostradas, etcétera.
La cultura así entendida representa una característica
verdaderamente singular de cada entidad,
incorpora todo un conjunto de aspectos fuertemente arraigados en la forma de
proceder de las organizaciones que
resultan observables y a la vez intangibles y por tanto mucho más difícil de
gestionar que los productos, los sistemas o la estructura organizativa.
El gran interés que despierta la cultura hoy en día es esa
dificultad para gestionarla, la percepción como un poderoso factor de
resistencia al cambio y por su impacto en la rentabilidad de la empresa a largo
plazo.
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