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martes, 26 de enero de 2016

El poder una fantasía infantiloide

La toma de conciencia de los límites del poder es signo de cierta madurez. No pocos tratamientos inadecuados del tema del poder, todos aquellos que ignoran la distinción entre poder y autoridad, parecen que hunden sus raíces en una concepción contraria, infantiloide, de esa compleja realidad. Suelen partir del supuesto implícito de que el poder representa la capacidad de una persona para configurar la realidad del modo que más le guste, que mejor satisfaga sus deseos. Y así el poder, si es lo suficientemente grande, lo puede todo.




Esa idea de fondo es el origen de no pocas estrategias utópicas, cuya única meta explícita es el logro de poder. Todos estamos cansados de ver programas de acción muy elaborados para el logro del poder, sea en la comunidad política, en la empresa, y hasta en la familia. Lo que se va a hacer con el poder, una vez conseguido, es algo en lo que da la impresión que ni siquiera se ha pensado seriamente. Parece que la concepción del poder, subyacente en esos programas, es la de varita mágica capaz de satisfacer todos los deseos.

El más somero análisis del poder muestra que lo único que es directamente logrado cuando una persona llega a poseer un cierto poder concreto, es que ese poder concreto no lo tenga otra persona. El hecho no es trivial ni poco importante, puede perfectamente ser razón suficiente para entablar una lucha por ese poder. Lo mismo cabe decir cuando se trata de adquirir una cantidad de poder superior a otras de un mismo tipo, como tener la mayoría de votos en un órgano de decisión colectiva.

Ambos casos manifiestan lo que podríamos llamar instrumentalidad defensiva del poder. Nada hay de utópico en la valoración del poder como medio óptimo para asegurar la defensa frente a la agresión.
El problema se presenta cuando nos preguntamos acerca de la función del poder en el logro de cualquier tipo de resultados distintos a la pura y simple defensa de la agresión externa. Es evidente que, por lo menos algunos propósitos de la acción humana, no pueden conseguirse a través del poder, pues sería incluso contradictorio que el poder pudiese conseguirlos. Ese es el caso de todos aquellos que se relacionan con el lado afectivo del ser humano. Si lo que quiero es que me quieran, de nada vale el poder para conseguirlo.

Tampoco está nada claro el papel que tenga que jugar el poder en el logro de propósitos relacionados con el lado cognoscitivo del ser humano. Si lo que quiero es que alguien aprenda algo, la eficacia del poder para lograrlo depende más bien de lo que se quiere que sea aprendido, que de la cantidad de poder disponible para conseguirlo.

Cuando se piensa que el poder es capaz de conseguir todo lo que se quiera, lo que se está implícitamente afirmando es que ni el amor ni el conocimiento de otras personas están comprendidos entre las realidades que se quieren. Queda así patente que la absolutización del poder como valor último de la acción humana, la reducción de los problemas humanos al problema de conseguir un cierto poder suficiente para resolverlos, no es más que la consecuencia de un materialismo tan ingenuo que ni siquiera es producto de un pensar erróneo, es producto de una fantasía infantiloide.

El problema fundamental en cualquier organización no es el distributivo, sino el productivo. Y la influencia de esas realidades que llamamos afectos y conocimientos es decisiva en los procesos productivos. Una vez producidas el reparto podría tener lugar a través de un puro ejercicio del poder. Pero ese reparto tiene consecuencias en las decisiones productivas futuras. Así, puede llegarse a tener un poder absoluto para influir en el reparto de nada, porque nada es producido. La cuestión es si ese poder es o no suficiente para garantizar las decisiones productivas de los demás componentes de la organización.

El poder por si mismo no controla, para ser aplicado necesita que estén especificados los resultados cuyo logro pretende conseguir, es decir, el poder suministra los estímulos externos para coaccionar a una persona para que haga algo. Para que puedan ser correctamente aplicados los estímulos, es necesario un "sistema de control" que los relacione adecuadamente con las acciones objeto de control. Es decir, es necesario un sistema que gradúe la intensidad de los estímulos según la contribución de las acciones respecto al logro del "algo" que se quiere conseguir.

El diseño y operación de los sistemas de control no es un tema nada trivial, más cuando se quieren controlar variables que escapan a las meramente susceptibles de medición, de ahí "hecha la ley, hecha la trampa". El suponer la existencia de un sistema de control perfecto es una forma de escapismo utópico bastante grave.

Existe otro modo de influir en el comportamiento de una persona que nada tiene que ver con el poder, más bien al contrario del poder. La capacidad de autocontrol para dirigir las acciones del modo conveniente a fin de satisfacer necesidades o apetencias de otras personas, es la capacidad en la que se va a basar el modo de influencia que llamaremos autoridad, aquello que impulsa a la acción humana, es decir, a las motivaciones del ser humano para actuar.

Un directivo tiene que conseguir que su organización sea eficaz, es decir, que logre unos ciertos resultados o metas. Su capacidad para esos logros es la capacidad estratégica.

También ha de conseguir que su organización sea atractiva, es decir, que su gente pueda satisfacer motivos intrínsecos a través de lo que hace en la organización, es la capacidad ejecutiva.

Por último tiene que tener liderazgo, lo que le impulsa preocuparse no tan sólo de que se hagan ciertas cosas que convienen a la organización para que sea eficaz, enseña a quienes dirige a valorar sus acciones en cuanto éstas afectan a otras personas.


¡Muchas gracias por leerme hasta aquí!

¡Un abrazo!





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